Llaman al timbre, salto de la cama corriendo, me pongo lo primero que pillo y voy a la puerta a contestar al telefonillo. ¡Mierda! Se me había olvidado que venían esta mañana los del sofá. ¿Quién es el gilipollas que se comprometió a trabajar también los sábados?
Entran dos hombres cargando un sofa pequeño pero muy bonito. Si le echas ganas y pones cuidado incluso cabemos cuatro en ahí. Era un chico pelirrojo y otro moreno, de aquí no claramente, pero demasiado agradables.
Les doy las gracias, les acompaño hasta la puerta y me vuelvo fugaz a la cama.
¡Con lo agusto que se esta entre sábanas! Fresquitas y suaves... Me privan.
Jesús ni se ha dignado a abrir los ojos. Tan vago como siempre, pero poco tarda en girarse y llevarse con él todas las sábanas.
Cojo el móvil, ¡joder!, se me olvidó llamar ayer a Adriana.
Estaba mal, necesitaba mi ayuda y tuve que colgarla porque el pesado este no paraba de morderme la oreja mientras intentaba concentrarme en la conversación.
Ya lo arreglaré de alguna forma.
Dejo el móvil en la mesilla cutre que venía con la casa, que normal que nadie la quiera, y me giro. Le empiezo a acariciar la espalda, se mueve porque le dan escalofríos. Le abrazo y despedíos de mí hasta la una y media por lo menos, o hasta que llame mi madre para darme el coñazo.
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